Hojas secas.

sábado, 9 de marzo de 2013

Una cinta azul de dos palmos y pico.

¿Conocéis a Juan Lanas? ¿No? Juan Lanas era un niño como muchos otros, que le gustaba deambular por las calles en busca de diversión, hasta que un día encontró la diversión, en un lacito que calló y fue a parar a sus pies por arte de magia. O eso cuenta la historia...
En aquel pueblo, como en todos los pueblos, había niños ricos y niños pobres.
Uno de los niños ricos cumplió años y le regañaron muchas cosas: un caballo de madera, seis pares de calcetines blancos, una caja de lápices y tres horas diarias para hacer lo que quisiera.
Durante los diez primeros minutos el niño rico lo miró todo con indiferencia.
Empleó diez minutos más en hacer rayas por las paredes.
Otros diez en arrancarle una oreja al caballo.
Y otros diez en dejar sin minutos las tres horas libres. Esta última maldad fue haciéndola minuto a minuto, despacio, aburrido, por hacer algo sin hacer nada.
Al deshacer los paquetes, había tirado por la ventana la cinta azul con que venía atada la caja de lápices; una cinta como de dos palmos, de un dedo de ancho, de un azul fiesta, brillante.
La cinta fue a dar a la calle, a los pies de Juan Lanas, un niño despierto, de ojos asombrados, pies descalzos y hambre suficiente para cuatro.
Juan Lanas pensó que aquello era lo más maravilloso que le había ocurrido en la última semana y en la que estaba pasando y seguramente en la que iba a empezar.
Pensó que era la cinta con la que se amarran las botellas de champán a la hora de bautizar los maravillosos barcos que dan la vuelta al mundo.
Pensó que era la alfombra que usaron los liliputienses el día que se bautizó al hijo del rey.
Pensó que sería un bonito lazo para el pelo de su madre si su madre viviese.
Pensó que quedaría muy bonito en el cuello de su hermana si tuviera hermana. 
Pensó que le gustaría usarla para pasear a su perro si fuera capaz de encontrar a ese golfo de Cisco, sin rabo y tan viejo. 
Pensó que no estaría mal para sujetar por el cuello a la tortuga que quería tener. 
Pensó, al fin, que bien podría ser un fajín de general.
Y pensándolo empezó a desfilar al frente de sus soldados, todos con plumero, todos con espada.
Los que lo vieron pasar pensaron que era un niño seguido de nadie, y al poco rato un niño seguido de un perro sin rabo, pero Juan Lanas sabía que el perro era su mascota, que los soldados pasaban de siete, que era hasta donde Juan Lanas podía contar sin equivocarse.
Y mientras Juan Lanas desfilaba, el niño rico se aburría.
Y esta es la magia de la que os hablaba yo, una magia como cualquier otra. Como la magia para soñar, para imaginar, para crear, inventar y muchísimas cosas más. 
Lo que nadie sabe es que la magia tiene truco.

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